¿Acaso tenía
sentido la vida que había llevado? No lo creía;
pero, a decir verdad, nada sabía. No le tocaba juzgar.
Más allá, el
anciano de barba blanca estaba entre los suyos. Los escuchaba y también les hablaba en su
auténtico dialecto galileo. Pero a veces descansaba la cabeza sobre sus
grandes manos y quedaba unos momentos
silencioso. Pensaba tal vez en la ribera de
Genezareth, donde hubiera querido morir. Pero su destino no le pertenecía. Había encontrado en el camino a
su Maestro y Este le había dicho: «Sígueme». Y tuvo que seguirle.
Miraba delante de él con sus ojos de
niño, y de su viejo rostro arrugado, de mejillas hundidas, emanaba una gran paz.
Los llevaron para
crucificarlos. Fueron encadenados de dos en
dos; pero como no había número par, Barrabás, que caminaba a la cola del cortejo, fue encadenado solo. El
azar lo quiso así. Y se encontró solo al
final de la fila de las cruces.
Había mucha gente y
mucho tiempo pasó antes que todo hubiese
concluido. Pero los crucificados no cesaban
de dirigirse palabras de consuelo
y de esperanza. A Barrabás nadie le hablaba.
A la hora del
crepúsculo los espectadores ya se habían
marchado, fatigados de estar allí, de pie. Y por otra parte, todos
los condenados habían muerto.
Sólo Barrabás
seguía colgado, con vida aún. Cuando sintió
llegar la muerte, a la que siempre había tenido tanto miedo, dijo
en las tinieblas, como si a ellas
hablase:
—A ti encomiendo mi
espíritu.
Y entregó su alma.